Con motivo del año de la vida consagrada, las diferentes Facultades de la Universidad Gregoriana organizaron 10 días de reflexión sobre el tema. Las dinámicas fueron muy variadas y enriquecedoras, entre ellas destaco las conferencias, foros y experiencias.
Me pidieron de la Facultad de Misiología, justo el día de S. Francisco Javier, compartir mi experiencia sobre: “Aquello de nuestra vida que aún consigue evangelizar”. Fue una ocasión de hacerme la pregunta y orar ante el Señor sobre lo vivido. Cuestionarme y nombrar certezas. Ahora sencillamente se los comparto:
Cuando me invitaron a participar en este evento, la primera reacción fue de sorpresa y luego de un profundo sobrecogimiento; pues no me pedían hacer una disertación, querían algo más exigente, es decir, recoger la vida, meditarla, nombrar el don recibido y compartirlo. Una tarea ardua en estos tiempos en que la dureza de los acontecimientos nos afecta y nos duele, sea a nivel eclesial, sea a nivel mundial. El mundo se debate entre la violencia, la ambición, la prepotencia y la guerra. Por otro lado, nos preocupa y nos desafía la evidente fragilidad de nuestras congregaciones.
Sin embargo, no podemos quedar presos en una percepción pesimista, por más realista que nos parezca. Si en vez de mirar, nos dedicamos a contemplar el mundo con los ojos transformados por la pascua podremos ver los gérmenes de vida. Son signos que buscan obstinadamente iluminar la realidad. Sugieren vías de salida e indican las posibilidades de gestar algo nuevo desde lo cotidiano.
¿Qué podemos ofrecer en este hoy? ¿Qué de lo que vivimos consigue dar a conocer el rostro misericordioso y compasivo del Padre?
Para mí el punto de partida fundamental es la vivencia de la fraternidad. La comunidad apostólica es en sí misma misión. Genera un dinamismo de relaciones en torno a un proyecto común. En ese sentido, es una escuela del discipulado y lugar de aprendizaje del amor y del servicio, tan necesitado en este mundo nuestro.
¿Qué implica esto? La convicción de la gratuidad de la llamada de Jesús a conocerlo, vivir con él para poder anunciarlo, como nos dice Marcos. Transmitir la vida que nos habita es un movimiento que va de dentro hacia fuera. Implica gestos concretos de salida de sí, que nacen de una honda experiencia de la fraternidad, de acogida mutua, de reconciliación cotidiana, de búsqueda común, del hacerse cargo uno del otro sin temor, ni falsos respetos y tender la mano según el don recibido.
¿En qué me baso para afirmar esto? ¿Qué experiencia ha sido manifestación de vida nueva para mí?
Lo decisivo en mi vida fue el encuentro con una comunidad de hermanas de diversas nacionalidades compartiendo un proyecto común. El testimonio alegre de una vida sencilla, cuyo centro era el Señor y el servicio al Reino, determinó mi decisión de formar parte de la comunidad. Ésta experiencia surgió en un lugar remoto y singular al sur de Paraguay: Santa María de Fe, Misiones.
Éramos, inicialmente, un brote pequeño y frágil. Se fue desarrollando tanto en hondura de fe, como en creatividad apostólica, y, poco a poco, fue contagiando a los laicos de las comunidades eclesiales y a otras congregaciones femeninas y masculinas de nuestro entorno cercano y más lejano. No podíamos cerrarnos en nosotras ante la insistente petición de incluir en un único proyecto apostólico a los sacerdotes, seminaristas de las parroquias y a las hermanas de distintas congregaciones. Ahora ya no era solo la parroquia de Santa María, se unían otras: Santa Rosa, y San Patricio… Entonces, dimos un paso más. Era el momento de disponernos a una nueva experiencia comunitaria, ir más allá, tejer relaciones y abrirnos a la novedad del Espíritu. Éste hecho constituía en sí mismo un signo fuerte de algo nuevo. Se hacía posible la tan anhelada comunión y fraternidad.
La certeza de Pablo resonaba con fuerza en nuestros encuentros cotidianos: «ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús». Teníamos claro nuestra pertenencia congregacional, esto nunca fue un punto de conflicto, porque lo fuerte reposaba, precisamente, en la experiencia de una convocación común y el deseo de colaborar en la obra de Dios en el mundo.
He sentido arder en mi corazón la llama de la fe. Y, he sido testigo de cómo esta vida se irradiaba en la labor pastoral con las comunidades eclesiales de base, en el campo y en la ciudad. Incluso llegamos a redescubrir el sentido de ser iglesia.
Hoy, nos deparamos con este mundo herido, cansado y, al mismo tiempo, suspirando por algo nuevo. Estamos «en una época de testigos, no de textos ni grandes teorías»3. Somos llamados a dar testimonio alegre y esperanzado de la vida que nos habita, como bien lo expresa el Obispo y Poeta Pedro Casaldáliga:
Que seamos, Señor, manos unidas
en oración y en el don.
Unidas a tus Manos en las del Padre,
unidas a las alas fecundas del Espíritu,
unidas a las manos de los pobres.
Manos del Evangelio,
sembradoras de Vida,
lámparas de Esperanza,
vuelos de Paz.
Unidas a tus Manos solidarias,
partiendo el Pan de todos.
Unidas a tus Manos traspasadas
en las cruces del mundo.
Unidas a tus Manos ya gloriosas de Pascua.
Manos abiertas, sin fronteras,
Tensas en la pasión por la Justicia,
tiernas en el Amor.
Manos que dan lo que reciben,
en la gratuidad multiplicada.
Nancy Raquel Fretes Martinez, odn: religiosa de la Compañía de María, Paraguay. Master en Teología. |
dice:
Dios es grande y nuestra nadre nos mantendra unidas , llegara el momento en q nuestro mundo sea transformado. entonces seremos nuevamente en verdad hermanos
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